Monday, October 11, 2010

Diálogo 101

Por Julio Espinosa

Acabo de leer un artículo en la revista Vanguardia de la semana pasada (4 de octubre) que trata sobre los tipos de comentarios que escriben los cibernautas en los distintos foros virtuales de discusión y opinión política. Y es que en menos de dos páginas se hace una reseña de algo que desde hace algún tiempo ya me asombraba, y de cierta forma irónica y lamentable también me burlaba. Se trata de una “avalancha”, para citar a la misma revista, de insultos, descalificaciones y cinismos que los usuarios han acostumbrado al debate público. Pocas veces se perciben posiciones o actitudes moderadas dentro de las opiniones e incluso no es raro encontrar notificaciones de que algún comentario fue eliminado por administración del sitio web por el exceso de insultos y de otro tipos de ofensas. Esta tendencia primitivista de expresar desacuerdo o inconformidad con el “otro” se proyecta en los comentarios que dejan personas afines al gobierno así como críticas del mismo. Se ha tornado tan usual acudir al léxico estomacal que resulta y se siente verdaderamente refrescante encontrar algún comentario que contenga algo de profundidad y reflexión.

Esto, además, me conlleva graciosamente al dilema de quién llegó primero, ¿el huevo o la gallina? Congresistas, presidentes, ministros, alcaldes, activistas y actores políticos en general, cargan la bandera del descalificativo en nuestra cultura televisiva y en el inconsciente colectivo del ecuatoriano. ¿Son entonces estas figuras quienes inciden en las actitudes de nuestra gente? ¿O será al revés? En donde nuestras malas costumbres, escasa inteligencia emocional, inmadurez y complejos sociales se reflejan en las actitudes de nuestra élite política. Me inclino levemente por lo segundo, pero más allá de eso no deja de ser alarmante para mí la idea de que nuestros hijos llegasen a adoptar el mismo déficit lógico-argumentativo del cual aparentemente sufre la actual clase de opinantes ecuatorianos.

Posiblemente este fenómeno compulsivo se relacione con el hecho de que a través de la red podemos ocultar nuestras verdaderas caras y nombres de la sociedad, a la cual conservaríamos un temor infinito gracias a la tan común ética mojigata de “¿qué dirán de mí?”. Fenómeno parecido a la ira vial que sufren las grandes ciudades como Quito el rato en que el conductor descarga una ola de frustración y cólera a través de un “pitazo” o de un clásico “¡Hijuep…!”, sabiendo que el bólido le garantiza el no tener que enfrentar al prójimo en persona. Pero ¿se atreverá el cibernauta promedio a insultar y ofender frontalmente a una persona, por ejemplo, por su forma de pensar? O mejor dicho, ¿es lógico, razonable, o por lo menos mínimamente inteligente hacerlo? Capaz deberíamos también preguntarnos qué nos gustaría exactamente lograr con nuestra habilidad biológica de comunicación que tantos milenios nuestros ancestros prehistóricos se demoraron en desarrollar. Y además, ¿qué significa hablar de “democracia”, “consenso” o “pluralismo” mientras que por dentro llevamos un odio y una intolerancia insaciable a lo distinto y a cualquier cosa que desafíe nuestro cálido paradigma personal de cómo deberían ser las cosas?

Los acontecimientos del pasado jueves 30 de septiembre estremecieron al país y colocaron aún más en riesgo la estabilidad política ecuatoriana. Penosamente he logrado apreciar que lo ocurrido ha sido causa para el estallo de una nueva ráfaga de insultos, injurias y ofensas entre ecuatorianos en un momento de luto. Deben ser días de unión y de solidaridad con las familias de las víctimas así como reflexión acerca de qué verdaderamente significa dialogar con el “otro” y el valor que esto tiene, ya no para la simple democracia, sino para la vida.

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